viernes, 18 de enero de 2008

La buena nueva

Extraño, paradójico, humillante el darse cuenta de que no existe demanda alguna que nos conmine a ser perfectos o alcanzar una eventual iluminación... Que la vida tenga como fin último -y único- el perfeccionamiento de lo que, creemos, nos fue dado: paradójico y vergonzoso descubrir no era ése el fin y lamentar el que no fuera así y anhelar una segunda oportunidad.

Con un alma de la que alguna vez sentimos que debemos de hacernos cargo, y que al parecer no pesa, o pesa poco, imaginamos la existencia de una tierra prometida a la que sería posible llegar -casi de manera inevitable- mediante el constante mejoramiento y purificación. Así, todas aquellas veces en que experimentamos un cambio "para bien" lo creímos pleno de sentido, definitivo, irrevocable... válido al menos hasta el día de un Juicio. La suma de todos ellos no podía menos que anticipar el Nirvana para aquellos que, libres de ataduras terrenales, se hacen de un lugar en el Cielo.

Siendo toda creencia de este tipo un derivado del instinto de conservación (la esperanza de continuar la vida en otra parte, en mejores condiciones, para soportar mejor la existencia actual), y en ausencia de otras fuentes, nos queda aceptar la sabiduría muda con que la Naturaleza intenta hacernos desistir de confiar ciegamente en la posibilidad de una otra vida.

Incapaces de culpar a un Dios que tampoco es perfecto, el desengaño respecto a ese "fin" (que aceptamos como tal toda vez que consideramos su posibilidad como injusta e intolerable) bien pudiera ser el estado previo a la intuición de una libertad más amplia, posible únicamente habiendo disipado toda angustia por la perspectiva de tener que aprender otra vez a caminar.

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