viernes, 15 de febrero de 2008

La mano de Dios

"Introducción a las literaturas occidentales", prof. María del Pilar Puig.

Nuestra particular posición planetaria nos permite la ilusión de un sol y una luna con idénticos diámetros (resultado del efecto combinado de tamaños y distancias). Esta ilusión -singular-, y asimismo el efecto ambivalente de bendición y pavor que los cuerpos celestes ejercieron sobre el "hombre primitivo", justifican el que éste haya atribuido a los astros (y a la Existencia misma) caracteres mágicos, divinos.

El "hombre moderno", en contraste, ha experimentado la sensación de certidumbre en sus especulaciones sobre nuestro origen físico en el universo. La incógnita sobre nuestro origen ontológico sigue, al parecer, intacta. Nuestra situación sideral, sin embargo, la hemos agotado en su capacidad de generar inspirados mitos cosmogónicos.

Así, pues, inventados los panteones para los dioses todos, cosecha ahora el hombre los frutos de sus anteriores coqueteos con la idea de una volición propia: un mayor conocimiento íntimo de su propia cuota de libre albedrío.

Dominadas y aprehendidas ciertas leyes del mundo físico, pudimos usarlas a nuestro favor. Con las leyes metafísicas hemos intentado proceder de la misma manera: la observación y posterior experimentación buscando descubrir nexos de causa y efecto. La ausencia de tal flexibilidad para la comprensión racional nos ha impedido modelar estas últimas en forma de ecuación. Por esto, nuestras conjeturas al respecto han tomado la forma de postulados sucesivos, a veces contradictorios.

Esta cualidad sucesiva dista mucho de ser una consecuencia "natural" de teorías falibles o incompletas. Constituye, más bien, una condición necesaria para toda evolución del pensamiento1. Así, en cierto sentido, el carácter teológico de nuestras primerizas interpretaciones se ha desvanecido con el tiempo, progresivamente, hasta lograr un enfoque suficientemente libre de asociaciones ultraterrenas.

Gozan de esta libertad el Derecho humano y nuestra actual filosofía; inclusive la psicología. Sin embargo, el destierro del elemento escatológico en nuestra teoría escrita no consuela al hombre que piensa en su muerte: el hombre conciente de la futilidad a largo plazo de los propósitos humanos.

En nuestro anhelo de Derecho Divino describimos también su naturaleza. Esto verificamos en el coro de Edipo Rey:

Fuera mi destino demostrar una santa pureza en mis palabras y en todos mis actos. Leyes de alto vuelo rigen para ellas, leyes que han nacido allí arriba, en el celeste éter, y cuyo único padre es el Olimpo, que no las engendró el hombre, de naturaleza mortal, y que nunca logrará el olvido adormecer. Porque en ellas hay un dios poderoso, un dios que no envejece.
El contraste entre esta naturaleza ideal y la Ley humana es plasmado así en Antígona de Sófocles:

Creonte: "Y, así y todo, ¿te atreviste a pasar por encima de la ley?"
Antígona: "No era Zeus quien me la había decretado, ni Dike, compañera de los dioses subterráneos, perfiló nunca entre los hombres leyes de este tipo. Y no creía yo que tus decretos tuvieran tanta fuerza como para permitir que sólo un hombre pueda saltar por encima de las leyes no escritas, inmutables, de los dioses: su vigencia no es hoy ni de ayer, sino de siempre, y nadie sabe cuándo fue que aparecieron?"

El hombre antiguo, en su ingenuidad, reclama garantía divina a leyes que, por suponer eternas (o cuasi-eternas2) no pueden ser concebidas por mortal alguno. Asimismo la necesidad de omnisciencia encuentra en los Cielos el único ámbito desde donde sería posible administrar Justicia; descartando de esta forma la intervención humana como verdaderamente efectiva. Esta necesidad, empero, tiene su origen profundo en la psique humana; y si bien los reyes de antaño encarnaron simbólicamente su compensación, el hombre griego -genuinamente insatisfecho- fue capaz de sublimar esta paradoja en su arte.


Notas:

1. Esta cualidad adquiere mayor significación en el silogismo (tesis, antítesis, síntesis)

2. Un dios podía ciertamente cambiar estas leyes, como leemos en Medea (a Jasón) de Eurípides:
"Pero la fe de tus juramentos se ha desvanecido, y no puedo saber si crees que todavía reinan los dioses que reinaban entonces o si se han dictado ahora nuevas leyes a los hombres, puesto que tienes conciencia de que me has sido perjuro".

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